Tulipio, el errante de Guanahacabibes
El viento sopla fuerte sobre la península de Guanahacabibes, arrastrando consigo ecos de historias antiguas. Entre los manglares y las cuevas de piedra caliza, en algún rincón donde la luz apenas se filtra, el nombre de Tulipio aún resuena.
Cuentan los viejos pescadores que llegó buscando el tesoro de Mérida, una fortuna perdida entre leyendas de piratas y mapas borrosos. No era un hombre común. Su habla, atropellada por una dislalia que confundía las palabras, lo hacía inconfundible. No decía «crucifijo», decía «tulipio». «Colchón» se convertía en «cocha» o «chochón». «Abogada» en «aboya», y «fiscal» en «pichala». Pero más allá de sus palabras trastocadas, lo que realmente perturbaba era su obsesión.
Se perdía en las cuevas por días, solo emergiendo para entonar su canto solitario:
«¡Que viva Chango!»
La gente del lugar lo veía caminar por la península, cada vez más flaco, cada vez más desencajado, como si su alma se estuviera desmoronando con cada paso. Hasta que un día desapareció.
Pasaron semanas hasta que lo encontraron en una cueva oculta, su cuerpo reducido a un esqueleto aún aferrado a un pergamino carcomido por el tiempo. Nadie pudo leerlo. Nadie supo qué decía. ¿Había encontrado el tesoro? ¿O la península, celosa de sus secretos, se negó a dejarlo salir?
Hoy, cuando la brisa nocturna se filtra entre los árboles torcidos de Guanahacabibes, algunos afirman escuchar su voz. Un murmullo lejano, una melodía distorsionada, una súplica sin respuesta.
«¡Que viva Chango!»
Si algún día cruzas estas tierras y el viento te trae palabras que no comprendes, no las repitas. Porque quizás, solo quizás, aún haya un alma errante esperando que alguien lo ayude a terminar su búsqueda.